Invictus
EE UU, 2009
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En sus buenos tiempos, Clint Eastwood era el machote oficial de Hollywood. Lo mismo atracaba un banco en Arizona que se cargaba al malo más malo de todos los malos de Texas o se cruzaba al galope los desiertos de Almería, mientras cuadraba él solo los balances de todas las fábricas de revólveres y munición a este lado del Mississippi. Pero ahora el tío Clint se ha vuelto mayor y se conoce que le remuerde la conciencia, o que le atormentan por las noches los fantasmas de tanto cuatrero que llenó de plomo. Por eso se ha pasado al rollo social. Que es más bonito, vale. Que a lo mejor es necesario, bueno. Que tiene un mensaje que transmitir, me lo creo. Pero que es de lo más cansino, también.
Este filme tiene, además, un pequeño inconveniente derivado de una virtud. Es una película histórica en el sentido más estricto de la palabra, porque aunque (supongo que) no le faltan puntos de ficción, recrea unos hechos sucedidos no hace demasiado tiempo, que por tanto están perfectamente documentados, no hace falta que ningún juntaletras imaginativo se exprima los sesos para crear un guión a partir de una crónica deslavazada. La virtud consiste en que es tremendamente fiel a lo que pasó en realidad, como puede comprobar cualquiera con tiempo libre y mínimas habilidades de rastreo en las hemerotecas. De ahí viene como consecuencia el problema: no hay ningún tipo de emoción, todo lo que va a pasar se sabe de antemano. Si a una película de éstas de moralina le quitas cualquier atisbo de factor sorpresa, se te queda en dos horas de mitin.
Porque por mucho apartheid que se haya cargado, Mandela no deja de ser un político. Y la interpretación de Morgan Freeman no saca en ningún momento su reverso tenebroso, al margen de mínimas referencias a la familia. No sólo él: aquí todos son muy buena gente, desde Matt Damon (presento su candidatura por si a algún director barcelonista nostálgico le da por hacer un biopic de Ronald Koeman) hasta la pléyade de actores locales de nombres más o menos pronunciables, de los que destaco al poli bueno Tony Kgoroge y al poli malo Julian Lewis Jones (que vale, no es sudafricano, pero da el pego). Sí que se le agradece a quienquiera que sea el responsable la no inclusión de personajes femeninos innecesarios para justificar un numerito romántico que no vendría a cuento. No es por machismo, queridas lectoras, es simplemente afán de no añadir complicaciones superfluas a la acción que no harían más que despistar. Qué culpa tengo yo de que el Mundial de rugby no fuera de mujeres.
Esa es otra: no olviden que esto va de rugby. Sé que no es más que una excusa para sustentar la trama y que si las circunstancias lo exigieran y el juego fuera el bádminton la cosa no cambiaría mucho. Pero qué quieren que les diga… yo soy de los que se tragan todo tipo de deporte, curling incluido (con especial predilección por la selección sueca femenina), y con el balón oval no puedo. Llámenme cerrado de mollera, que seguiré sin verle la gracia a una competición por ver quién es capaz de pegarle los empujones más fuertes al rival para llevar un melón al final del campo… o algo así creo que es, nunca he sido capaz de comprender el reglamento. Y entiendo perfectamente que el público ibérico, el que más cerca me pilla, mayoritariamente comparta conmigo el desinterés por esta disciplina. Lo he intentado, prometo que lo he intentado, y no escondo mi profunda admiración por la parafernalia de coros y danzas que lo rodea en las gradas, de la que mi adorado balompié no es más que un modesto aprendiz. Pero el juego en sí mismo me parece un tostón, igual que esta película. Suele pasar cuando a algo aburrido de por sí le dan aire de sermón y lo bañan en quintales de azúcar.
La próxima: Los hombres que miraban fijamente a las cabras
2 comentarios:
Pues a mi me gustó, puede que a veces no pase nada por ir a ver una peli en la que no se ve el lado malo del ser humano,no???
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