viernes, 19 de febrero de 2010

Invictus: Buenrollismo a melonazos

Invictus
EE UU, 2009
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En sus buenos tiempos, Clint Eastwood era el machote oficial de Hollywood. Lo mismo atracaba un banco en Arizona que se cargaba al malo más malo de todos los malos de Texas o se cruzaba al galope los desiertos de Almería, mientras cuadraba él solo los balances de todas las fábricas de revólveres y munición a este lado del Mississippi. Pero ahora el tío Clint se ha vuelto mayor y se conoce que le remuerde la conciencia, o que le atormentan por las noches los fantasmas de tanto cuatrero que llenó de plomo. Por eso se ha pasado al rollo social. Que es más bonito, vale. Que a lo mejor es necesario, bueno. Que tiene un mensaje que transmitir, me lo creo. Pero que es de lo más cansino, también.

Este filme tiene, además, un pequeño inconveniente derivado de una virtud. Es una película histórica en el sentido más estricto de la palabra, porque aunque (supongo que) no le faltan puntos de ficción, recrea unos hechos sucedidos no hace demasiado tiempo, que por tanto están perfectamente documentados, no hace falta que ningún juntaletras imaginativo se exprima los sesos para crear un guión a partir de una crónica deslavazada. La virtud consiste en que es tremendamente fiel a lo que pasó en realidad, como puede comprobar cualquiera con tiempo libre y mínimas habilidades de rastreo en las hemerotecas. De ahí viene como consecuencia el problema: no hay ningún tipo de emoción, todo lo que va a pasar se sabe de antemano. Si a una película de éstas de moralina le quitas cualquier atisbo de factor sorpresa, se te queda en dos horas de mitin.

Porque por mucho apartheid que se haya cargado, Mandela no deja de ser un político. Y la interpretación de Morgan Freeman no saca en ningún momento su reverso tenebroso, al margen de mínimas referencias a la familia. No sólo él: aquí todos son muy buena gente, desde Matt Damon (presento su candidatura por si a algún director barcelonista nostálgico le da por hacer un biopic de Ronald Koeman) hasta la pléyade de actores locales de nombres más o menos pronunciables, de los que destaco al poli bueno Tony Kgoroge y al poli malo Julian Lewis Jones (que vale, no es sudafricano, pero da el pego). Sí que se le agradece a quienquiera que sea el responsable la no inclusión de personajes femeninos innecesarios para justificar un numerito romántico que no vendría a cuento. No es por machismo, queridas lectoras, es simplemente afán de no añadir complicaciones superfluas a la acción que no harían más que despistar. Qué culpa tengo yo de que el Mundial de rugby no fuera de mujeres.


Esa es otra: no olviden que esto va de rugby. Sé que no es más que una excusa para sustentar la trama y que si las circunstancias lo exigieran y el juego fuera el bádminton la cosa no cambiaría mucho. Pero qué quieren que les diga… yo soy de los que se tragan todo tipo de deporte, curling incluido (con especial predilección por la selección sueca femenina), y con el balón oval no puedo. Llámenme cerrado de mollera, que seguiré sin verle la gracia a una competición por ver quién es capaz de pegarle los empujones más fuertes al rival para llevar un melón al final del campo… o algo así creo que es, nunca he sido capaz de comprender el reglamento. Y entiendo perfectamente que el público ibérico, el que más cerca me pilla, mayoritariamente comparta conmigo el desinterés por esta disciplina. Lo he intentado, prometo que lo he intentado, y no escondo mi profunda admiración por la parafernalia de coros y danzas que lo rodea en las gradas, de la que mi adorado balompié no es más que un modesto aprendiz. Pero el juego en sí mismo me parece un tostón, igual que esta película. Suele pasar cuando a algo aburrido de por sí le dan aire de sermón y lo bañan en quintales de azúcar.

La próxima: Los hombres que miraban fijamente a las cabras

miércoles, 3 de febrero de 2010

El método: La madre del topo

El Método
España – Argentina, 2005
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Hay quien tiene la creencia de que una buena historia, por el mero hecho de serla, vale para un roto y para un descosido. Que se puede adaptar de un medio a otro sin riesgo de batacazo porque el texto, si es de calidad, lo aguanta todo. Craso error. O al menos, no en todos los casos la fórmula alquímica funciona. Puede darse la situación, por ejemplo, de una obra de teatro con cierto éxito de crítica y con un guión más que aceptable, que al transformarse en película pierde como por arte de magia gran parte de su fuerza y se convierte en una excusa perfecta para irse a buscar una almohada.

Con razón el pobre Jordi Galceran ha acabado mosqueado con la versión que han hecho de su Método Grönholm, que en el cine por algún extraño motivo pierde su apellido. Personajes demasiado estereotipados, con diferencias de caracteres pretendidamente radicalísimas, pero a la vez bastante obvias, hacen que el espectador caiga en el aburrimiento más profundo casi desde que empieza a transcurrir la acción. Es una lástima, porque el guión es tan bueno como para salvar él solo hasta la segunda estrella: intrigas, tensiones, envidias, rivalidad, la condición humana en su más pura esencia. Pero Marcelo Piñeyro y sus compinches logran destrozarlo dándole un ritmo lento cual lateral derecho del Atleti, alargando innecesariamente diálogos superfluos y metiendo con calzador escenas que le dan un punto entre morboso y escatológico al filme, pero que aportar, lo que se dice aportar, nada de nada.

Además, que la cosa es de lo más previsible, oigan. Y fastidia sobremanera porque no debería, puesto que el guión, insisto, ha quedado bastante majo. El problema es que no les puedo explicar dónde canta la historia porque incurriría en lo que la gente (que se hace llamar) culta denomina “spoiler”, y que, para entendernos, viene a ser destriparles el final con alevosía y mala baba. Quédense con la mínima referencia de que los figurines que se tienen que lucir se lucen adecuadamente. Léase Ernesto Alterio, ideal de la muerte en su papel de niño pijo, no sé si porque actúa muy bien o porque realmente él es así. Léase también Najwa Nimri (ahora van y lo pronuncian si se atreven), tan sosa y abofeteable como de costumbre. Es digna de reseña, sin embargo, la muy solvente actuación de dos intérpretes cuyos personajes no sé si llegan a ser principales o se quedan en secundarios de gran renombre: el argentino Pablo Echarri, para demostrar que sus compatriotas coproductores no metieron la gamba escogiéndole para mantener las cuotas, y la sorprendente Natalia Verbeke, en esta ocasión algo más que el insulso maniquí a que nos tiene acostumbrados.

Pero que ni por esas. En la tele no la echarán a la hora de la siesta porque alguna Asociación de Señoras Escandalizadas pondría el grito en el cielo por el par de planos subidos de tono que aparecen, pero a cambio el programador de turno podrá ayudar a conciliar el sueño a algún insomne de las dos de la madrugada. La media sale a un bostezo cada dos o tres minutos, y dura 120, así que echen cuentas. No es que ayude mucho a despertarse la ambientación, con poco más de un único y feísimo escenario (se le perdona porque lo exige el guión, valga el tópico), como tampoco colabora la banda sonora, o mejor dicho su ausencia. Se les reconoce a los actores el esfuerzo para que nos involucremos en la trama, pero no es suficiente, hay demasiados pinchazos en todo lo demás.Y qué diablos: por muy ejecutivos y muy educados que sean y por muchos másteres que tengan, no me creo que se pueda juntar a un grupo de siete hispanohablantes, a quienes desde el principio se les dice que el enemigo ha metido un topo para espiarles, y se pasen más de una hora sin mentarse a la madre.

La próxima: Invictus