viernes, 22 de agosto de 2008

Reservoir Dogs: En un país multicolor

Reservoir Dogs
EE UU, 1992
★★★★✰

Un par de kilos de balas, esperemos que de fogueo. Sus correspondientes pistolas. Algún que otro coche antiguo, no importa que no esté en perfectas condiciones, ya se tuneará si hace falta. Unos cuantos conjuntos de traje negro, camisa blanca y corbata a juego. Y cantidades industriales de zumo de tomate. Entérense, señores guionistas: no hace falta derrochar el presupuesto en efectos especiales para conseguir un peliculón. Quentin Tarantino, novato director de esta cinta, le recuerda al mundo que, como de costumbre, lo primero es lo primero: si hay un buen texto de base, tenemos mucho terreno ganado.

Porque además, tan hartos como podemos estar a estas alturas del Hollywood edulcorado habitual, nunca está de más echar mano del cine independiente (o algo parecido: hablamos de más de un millón de dólares) y sus soplos de aire fresco. Es difícil imaginar que uno de los grandes estudios, tan puritanos ellos, autorizara, más que el argumento (que aun así no deja de ser impactante), la forma de rodar de Tarantino. Hay acción, sin duda, porque esto es una película de tiroteos y esas cosas. Pero también hay diálogos sesudos (moderadamente, no se me asusten), que aunque cualquier madre censuraría por malsonantes, son tan valiosos, y tan entretenidos, como los disparos propiamente dichos, si no más. Hay planos larguísimos, que desesperarían al productor en busca del taquillazo fácil, pero que mantienen la intriga y atrapan la atención del espectador impaciente por ver cómo se resuelven. Hay también excepciones a esto último, claro, y momentos donde dan ganas de decir “Oye, Quentin, que esta parte ya la he pillado, a ver si arrancamos de una vez”, pero son los menos. Y hay violencia. Mucha violencia. Y de lo más explícita. Bastante gratuita en algunas ocasiones, en otras bien justificada por el guión. Son las cosas de Tarantino: a algunos les dará grima, a otros les parecerá genial. En todo caso, si luego tienen pesadillas no digan que no se lo advertí.

Los actores, rigurosamente en masculino, parece que sí que dormían bien, porque sus interpretaciones no merecen ni un reproche: brillante Harvey Keitel en la dificilísima, por contradictoria, piel del Señor Blanco; algo más flojo pero también espectacular Tim Roth de Señor Naranja; más que aceptables el resto de colores (verosímil, pero un tanto ridículo, ese sistema para nombrar a los personajes), entre los que se encontraba el propio Tarantino, que sale poco pero no desentona. Hasta el doblaje castellano, del que tanto se despotrica a veces, estaba sorprendentemente bien hecho. La estética también quedó bastante cuidada, cambiando el tono según dónde se ubica cada acontecimiento de los muchos que ocurren, pero manteniendo una línea coherente que da un aire de submundo mafioso de principios del siglo pasado que le viene que ni pintado a la historia. Se presta también especial atención a la banda sonora, llena de éxitos setenteros que además tienen su relevancia en la narración. Eso sí, puestos a sacar pegas, quizás la música sea buena pero insuficiente: algunas de esas escenas largas y profundas no tienen más que el silencio de fondo, lo que a veces resulta agobiante y, lástima, le cuesta la quinta estrella.

Tarantino, llamado a convertirse en director de culto, se presenta en sociedad con un filme potente, convincente, lleno de sorpresas, y que incluso en ocasiones invita a la reflexión de la mejor manera posible: camuflándola entre la trama, para que luego uno se dé cuenta al rato de haber visto la película, cuando esté rememorando alguno de los diálogos magistrales con que nos obsequia. Muy mascadito, muy fácil de entender todo, sin florituras innecesarias ni requiebros pseudoartísticos. Las cosas claras, el chocolate espeso, y las balas, de plomo.

La próxima: Alguien voló sobre el nido del cuco

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien, ya sabemos de qué pie cojea señor crítico de cine ;)

Areussa dijo...

anda que has tardao en aburrirte!

Un besito